Fidel Castro fue un incendio político. Fue artífice de la destrucción de estructuras básicas de una sociedad dependiente y después de sesenta años de ejercicio del poder absoluto, se fue sin cumplir sus metas. Se mantuvo en los bordes de un esfuerzo que sacó, de sus seguidores, lo mejor que tenían pero sin lograr la condición de modernidad que Fidel anunciaba iría a cubrir a todos por igual. En el proceso se volvió dictador, para muchos, y comandante para los que lo quieren, aun, después de su muerte.

La Cuba que deja Fidel ya no es la Cuba que giraba alrededor de las plantaciones lucrativas de azúcar y tabaco que durante la primera mitad del siglo XX eran parte importante de la hegemonía norteamericana en la isla, ubicada a 145 kilómetros de los Cayos de la Florida. Para algunos, redimió la imagen de los pendientes “capitalistas”, del individualismo, la explotación y de acatamiento al gobierno norteamericano. Para otros, envileció la convivencia entre los cubanos, marcó distancias y dejó una Cuba triste, más allá del ron, por falta de una estrategia adecuada que le provocó un embargo comercial que le impidió abastecerse de petróleo y comercializar sus productos en el mercado internacional.

Como líder de la revolución “clásica” del siglo XX en América Latina, Castro tuvo logros destacados por la UNESCO el 2015 cuando aseguró que Cuba había sido el único país en lograr los objetivos establecidos por el Foro Mundial de Educación de Dakar en el año 2000, logrando que toda su población esté escolarizada; mientras su reforma en salud, que implicó la universalización de la misma, le valió varios reconocimientos internacionales, también.

Su muerte ha dejado a muchos con la sensación de un desencanto formal que exige preguntar si, a partir de su ausencia, se debe “resignificar la idea misma de la revolución” pues parece que cada vez más ya no es posible la revolución por la revolución. Cabe preguntar si es válido el Estado planificador-empresarial y social planteado por la Cepal, desde la década de los años sesenta; si es urgente un retorno al Estado empresario, subsidiarizado por el mercado; o si en definitiva el desafío mayor de este siglo es encontrar nuevos paradigmas políticos, económicos y sociales.

Si revisamos nuestra historia contemporánea veremos que estamos principalmente bajo el paraguas de pensadores de la talla de Nicolas Maquiavelo, John Locke, Adam Smith, Alexis de Tocqueville, Max Weber y Émile Durkheim que, como dice J. Bradford DeLong, tienen como referencia el mundo europeo occidental entre 1450 y 1900 “lo que equivale a decir que ofrecen un kit de herramientas intelectuales para analizar, digamos, el mundo occidental de 1840, pero no necesariamente el mundo occidental de 2016.”

Los temas pendientes de la “prosperidad colectiva” y/o la modernidad como una condición homogénea-no heterogénea-no han desaparecido como tampoco los nacionalismos salvajes que puede representar nuevos días de estragos y conflagraciones en un planeta poco amigo de los consensos, del diálogo y de una real integración. Algo nos dice que estamos exigidos a encontrar un tipo de orden que nos aleje de la euforia de los discursos banales, pueriles, políticamente interesados, y nos acerque a la gestión eficiente, transparente y productiva, mientras impedimos que se recaliente el desorden y la confusión...

FUENTE: EL DIA

AUTORA: VESNA MARINKOVIC