No hay duda de que esta paralización extrañamente forzosa del planeta produce miedo, catarsis en algunos casos y mucha observación en otros. En este mundo fantasmal que de pronto nos dijeron que tenemos que vivir; algunos recuerdos de un tiempo pasado parecen haber perdido la categoría de lo feo para transportarse a la idea de lo bello y lo feliz, como casi siempre ocurre cuando leemos el pasado y hacemos una abstracción de todo latido de dolor que pudiera haber tenido ese tiempo que ya no está entre nosotros más que en el imaginario de algunos días.

Probablemente la idea mayor de esta circunstancia sea esa, precisamente esa pero a la inversa. Es decir, lograr una abstracción del presente para que los que diseñan este mundo; mal o bien, tengan la libertad absoluta para construir en un silencio orquestado quien sabe qué idea absurda de mundo, a partir del miedo. Y ahí estamos; viendo cómo se ha ralentizado el planeta sin lograr, empero, la disminución de la entropía constante que navega entre nosotros como algo casi constitutivo.

Los días, que a veces parecen muertos, tienen su propia dinámica: los indigentes han comenzado a tomar paulatina y silenciosamente varios barrios de las ciudades. En Santa Cruz, esa especie de bestia que era la ciudad, está lenta, silenciosa, pero, no por ello menos violenta y voraz: los pobres y drogadictos caminan libres de toda protección; escarbando bolsas de basura en un intento moribundo de salvar su vida; sin guantes y por supuesto sin barbijos; en medio de esta pandemia rara y perversa que no ha logrado amilanar a la bestia.

La Policía dice que está saturada con la vigilancia de la cuarentena de manera que cuidar a las ciudades de indigentes violentos por hambre y/o por falta de droga; les es imposible y ellos lo saben. Por tanto: caminan libres por las calles y también por los techos de las casas deshabitadas y oficinas vacías de gente. Cuando pueden; ingresan a robar lo que encuentran y lo que les sirve, aunque probablemente la pandemia también ha afectado su “mercado de bienes robados”. Con todo y de acuerdo a su raciocinio, estarían “almacenando” objetos para cuando lleguen tiempos mejores; sus puntos de almacenamiento son viviendas olvidadas por la desidia o alguna trampa legal.

La alcaldía, como parte de un sistema obeso que es la ciudad, no ha logrado resolver este problema de manera estructural; ni siquiera con la importante cantidad de recursos que ha recibido hasta ahora por concepto de IDH; por tanto, es posible que los efectos de la pandemia no sean tan agresivos como ya lo viene siendo la pobreza y sus consecuencias en un país doblegado, casi siempre, por la ineficiencia de su clase gobernante. Sin embargo, atender este complejo problema sigue siendo parte de las atribuciones prioritarias de la alcaldía, en el marco de lo que es la atención de la vida, la salud y la seguridad ciudadana.

Transitoriamente podía, al menos, establecer albergues mientras dure la pandemia para que esta gente pueda tener un techo, una atención mínima indispensable y un oficio normado para evitar que estén aterrorizando a las ciudades tanto o más que la pandemia. ¿Contradicciones de un sistema fracasado? Todo hace pensar que sí. Por el momento, el miedo vuelve más notorio el egoísmo humano pues en condiciones de temor, ser solidario con el vecino que está siendo agredido o robado es casi una mala palabra. Los ánimos están exaltados y los egos están cercados por grandes muros de ladrillo pero la inseguridad ciudadana no ha disminuido por efecto de una cuarentena que no las tiene todas consigo.

Entre medio, hay personas indispensable que nos devuelven la fe en la vida y en el ser humano: los guardias de seguridad que por una paga miserable ponen el pecho a los fantasmas de la ciudad paralizada; los muchachos que distribuyen desde medicinas hasta huevos, en motos precarias; las(os) cajeras(os) de los supermercados y los bancos; y por supuesto los médicos y personal de salud, y algunos policías que controlan el cumplimiento de este “nuevo orden”, en condiciones tan precarias como la duda. Pese a ellos, el ser humano no ha dejado de ser una triste paradoja.


FUENTE: EL DÍA 
AUTORA: VESNA MARINKOVIC