El mundo está que suena y nadie lo escucha: hay escarcha en algunos lugares de cuyo nombre no me acuerdo, y hay un calor de infierno en otros como aquel donde yo habito, agobiando sin tregua. Un informe del Banco Mundial señala que en los últimos 30 años los desastres naturales han afectado a más de 2,5 millones de personas y han ocasionado daños por USD 4 billones; asegurando que las pérdidas mundiales se cuadruplicaron, aumentando de USD 50.000 millones al año en la década de 1980 a USD 200.000 millones en el último decenio. 

El Banco nos dice que esta tendencia se agravó aún más en 2017 al registrarse pérdidas globales por un monto de USD 330.000 millones debido a fenómenos naturales adversos. En este escenario, la planificación y la gestión del riesgo parece ser una práctica difícil de llevar adelante. Da la impresión, más bien, de que habitamos un tiempo de pérdidas globales debido a fenómenos naturales que no estamos en condiciones de enfrentar, en absoluto.

 El galopante crecimiento de la población y las ciudades sin duda que aumenta la ocasión de desastres más aun en  países donde la gestión del riesgo es casi inexistente. En esta dinámica de tránsito, crecimiento y precariedad; las poblaciones rurales también están siendo gravemente afectadas pues carecen de infraestructura, de transporte, y los desastres naturales agudizan su pobreza. 

Lo que está ocurriendo en Bolivia estos días es una muestra de aquello. Al momento de escribir esta columna hay alrededor de 160 casas desaparecidas por las riadas en La Paz y dicen que como 500 campesinos aislados por los derrumbes y la crecida de las aguas; acicaladas por las lluvias. Una carretera hacia los Yungas de La Paz ha quedado totalmente bloqueada por una mazamorra de piedras empapadas de lodo implacable, y existen oficialmente 14 muertos, varios heridos y cinco desaparecidos, de acuerdo al último informe del Ministro de Defensa que ha formalizado que 17 municipios de este departamento han sido declarados como zona de desastre, por efecto de las lluvias, inundaciones, riadas y deslizamientos.

Un poco más allá, en el oriente, los pobladores de Beni y Pando nuevamente están en peligro por el desborde de los ríos; temerosos de que su ganado colapse por efecto de las aguas y asfixiadas por el lodo. Regularmente el ganado beniano no alcanza a llegar eficientemente a las alturas y entonces perece; muere de la peor manera posible y nadie se entera de su fatal destino, aunque este pareciera ser un sello casado a su propia existencia. 

Escuché decir en la radio que Bolivia ya tiene un buen manejo de gestión de riesgos y no termino de entender cómo es que entonces el riesgo; el mismo riesgo que enfrentamos cada año que llueve, se reedita anualmente. Puedo advertir que aun no hemos logrado tener una estrategia adecuada para encarar estas situaciones donde los más vulnerables son los pobres, los niños, las mujeres y los animales. No recuerdo,tampoco, haber escuchado a algún político preocuparse por este tipo de situaciones como una forma de atender estados de marginalidad y exclusión. Hacerlo podría permitirnos no solo resiliencia, sino la construcción de procesos colectivos de responsabilidad que, incluso, motivaría la solidaridad como una ruta de vida.

Por el momento, la pobreza está expuesta y se reedita en cada muerto, en cada desaparecido, en cada casa destruida por las riadas, el lodo, las piedras, la precariedad; en medio de muecas, tristes muecas de dolor, resignación y tristeza, en un planeta que habitamos ignorándolo cotidianamente, sistemáticamente, pero sobre todo, solapadamente.




FUENTE : EL DIA 
AUTORA: VESNA MARINKOVIC




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