América Latina parece que se está convirtiendo en el nuevo laboratorio político global: hay incertidumbres en el ámbito económico, social y sobre todo político, graficando un escenario más fragmentado y a punto de convulsionar por efecto de “racionalismos” puerilmente confrontados. En este marco de beligerancias, y de ausencia de planteamientos novedosos y contundentes; no hay una razón que aglutine pero tampoco que divida: el resultado es agobiante.

Brasil, el mayor exponente de la región sudamericana por haber ganado un lugar en la dirección “del hacer bien las cosas”; de pronto termina acosado y acusado por la corrupción y la ineficiencia. Los distintos gobiernos a cargo del Estado, incluido el de Lula, no han logrado una gestión que termine con los problemas estructurales fundamentales de ese país; como la pobreza y la falta de acceso a la educación, a la salud y a la energía.

El régimen de Lula Da Silva, que encumbraba la esperanza, ha terminado preso: física y psicológicamente. Después de esta hecatombe; Brasil ha entregado, en bandeja de plata, la conducción del país a Jair Bolsonaro, quien no termina de caracterizar su propia imagen: unos le llaman transformador, otros agitador militarista, y los más lo tildan de evangélico, en un país que no logra contener el avance ruidoso de la pobreza desde las favelas hacia los centros comerciales y residenciales.

Bolsonaro podría ser, en términos tradicionales, una especie de “anti líder” que, sin embargo, se ha convertido en el paladín del país más grande de América del Sur: probablemente porque su nombre no ha sido salpicado por el escándalo Petrobras que ha liquidado a la clase política de ese país. Su imagen de ex policía, atacado por sus incontenibles comentarios homófobos, machistas y religiosos; son la suma que, por el momento, lo explican, más allá de cualquier otra contundencia.

 
La veta evangélica del nuevo presidente del Brasil, siendo católico de tradición, habla de una tendencia al parecer en apronte a nivel mundial, pero, hasta el momento no hay análisis significativos al respecto; siendo, como se trata, de un sector emergente de poder concreto, no sólo en ese país.

En medio del caos, la desesperanza y el hartazgo por el derrotero de las ideologías políticas y sus cabezas de turco; “la teología de la bonanza” y la urgencia de milagros, parecen haber trastocado el imaginario de cientos de votantes. Las personas olvidadas del “poder real” y sus representantes en desgracia o a punto de estarlo; pueden ser presa fácil de cualquier método prebendal o religioso, en busca del “paraíso esperado”.

Si nos fijamos con algo de detenimiento, la alianza del mexicano López Obrador con el partido evangélico Encuentro Social (PES), es un dato visible al respecto; junto al caso del guatemalteco Jimmy Morales y de Fabricio Alvarado en Costa Rica. La emergencia evangélica, por tanto, debe ser examinada con seriedad, especialmente porque su aparición no ha evitado que el conflicto tienda a recalentarse en la región; catapultada por la inmensa riqueza de sus recursos naturales. 

En una región con regímenes democráticos proverbialmente endebles; el rumbo hacia una dinámica dogmática o que controle de manera ineficiente o dictatorial la gestión económica, política y social; puede ser explosivo. Sin un mandato que maneje las reglas, y establezca una ruta contundente-léase gobernabilidad-para alcanzar una institucionalidad que garantice una medida de orden, en medio de la entropía; los resultados serían fatales.

Por tanto, convertir a la región en un laboratorio experimental o en un territorio de nadie donde la “normalidad” de asistir al trabajo, al colegio, a los parques y/o a los mercados; sea dramáticamente alterada por el nivel de conflictividad, no puede ser una opción racional, ni siquiera una decisión “políticamente correcta”. En estas circunstancias, probablemente el mayor desafío para la clase política sea aprender que jugar el juego democrático y perfeccionarlo, es la obligación mayor. El resto huele a alcantarilla.


FUENTE: EL DÍA
AUTORA: VESNA MARINKOVIC
 


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