La detención de Luis García Meza Tejada fue apenas un síntoma. No fue el ejercicio pleno de la pena a 30 años de prisión, sin derecho a indulto, que debía cumplir por ocho delitos penales en la cárcel de Chonchocoro; después de la sentencia de la Corte Suprema de Justicia en 1993. Si observamos con algo de detalle, el dictador llegó al final de su vida casi como un ícono nacional de poder: después de preso, seguía mandando.

En el Hospital de la Corporación del Seguro Social Militar (Cossmil); donde estaba internado el último tiempo de su condena, su detención estuvo plagada de contemplaciones que le hicieron puntualmente llevadera la prisión. Al punto que podríamos decir que, en este caso en particular, la solidaridad y/o la obediencia ciega, fue más grande que la pena. 

El golpe del 80, al igual que los fenómenos naturales de alta intensidad, como son los tsunamis, arrancó de cuajo las certezas de muchos bolivianos; incluso las más simples, a título de instaurar un “Gobierno de Reconstrucción Nacional”. Fue el comienzo de una dictadura a la cabeza de un líder blindado para arrancarle sentido a la violencia y, sin embargo, la justicia se quedó en los bordes y él se llevó sus secretos con autoridad de dictador.

Luis García Meza Tejada quiso, por todos los medios, construir una historia de orden, y arrasó frenéticamente con todo lo que en su criterio le impedía alcanzar ese objetivo. Estaba convencido de que ese era su trabajo como hombre de fuerza y, de tanto buscarlo, terminó por imaginárselo y hasta probablemente se creyó sus propias mentiras; suprimiendo todo aquello que estorbara la idea que él tenía de los hechos. 

Con la muerte del dictador, a los 88 años de edad, el silencio alrededor de las atrocidades de su régimen ha sufrido un ligero quiebre. De las sombras emergen voces sepultadas tratando de ser algarabía por una angustia antigua pero se quedan mustias: no pueden celebrar a la parca, pese a todo.

Las voces se van apagando para ser un susurro que termina siendo un silencio nuevo, bautizado de preguntas reiteradas: ¿cómo es que la justicia boliviana y la clase política nacional, demoraron catorce largos años para verlo finalmente en prisión? ¿Cómo es que luego aceptaron que esta prisión fuera tan exigua como para que el dictador pudiera estar internado en un hospital militar donde imponía su autoridad y, según rumores, salir cuando él lo ordenaba?

Su imagen mancillada no le canceló sus facultades para mandar y mirar con sarcasmo los actos que ocurrían a su alrededor; como si fuera un personaje con rango de rey, en medio de mundanales festejos. Un rey de seño fruncido, rictus de desprecio en los labios, con un fuerte acento de sargento en apronte y un claro rasgo de bipolaridad: despótico frente a los débiles, temeroso frente a los fuertes.

En una de las últimas entrevistas que concedió a los medios, habló con el periodista Ramón Grimaldi, y se mostró nervioso. Parecía ser otra persona y, sin embargo, seguía siendo el mismo; sólo que avejentado, vulnerable y examinado por la prensa. “Soy un general de la nación, no soy cualquiera”, dijo, asegurando que nunca se había arrepentido de nada: era todo un dictador, acompañado del toque de irracionalidad y violencia necesario para ejercer ese rol “per saecula saeculorum”.

FUENTE: EL DÍA
AUTORA: VESNA MARINKOVIC 

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