Los brutales casos de pederastia sacerdotal dentro de la Iglesia Católica ha dejado claro que la homosexualidad no puede continuar siendo invisibilizada en las cortes eclesiales, ni en ninguna otra institución que se precie de tal; ni siquiera en la familia. Es un derecho humano de primera necesidad pero también es un tema de salud pública, de justicia y dignidad. Las personas con tendencias homosexuales tienen todo el derecho a existir y a ejercer sus opciones de vida; pero, no pueden hacerlo pisando la dignidad de otras personas, menos aun si estos son niños o adolescentes.

 

Los casos de pederastia protegidos por la curia eclesial fueron, primero, un secreto a voces; luego, una realidad lacerante y hoy, después de tantos casos comprobados al interior de la Iglesia; son parte de una realidad atroz que no puede seguir siendo soslayada por el poder de la religiosidad, ni por el poder ciudadano. Los sacerdotes homosexuales, en respuesta a sus votos de honradez, deben llegar a un acuerdo con su orientación y su fe y no hacer de la Iglesia católica el armazón para proteger o cometer tropelías en nombre de Dios; pues esto se traduce en la condición bipolar más nefasta de la historia del hombre.

 

El dogma de la Iglesia católica rechaza el homosexualismo, sin embargo, ha sido la institución que ha acogido por siglos los sentimientos e inclinaciones homosexuales al punto que, seguramente para muchos, la opción religiosa nunca fue el objetivo primordial, sino, solamente el paraguas bajo el cual se podía esconder una condición homosexual. Si esto derivó en una práctica criminal al interior de los claustros eclesiales, ya no es un tema de religiosidad y ni siquiera de opción sexual; es un tema que debe resolverse en los tribunales de justicia ordinaria.

 

La Iglesia no puede seguir siendo el espacio bendito para soliviantar los más bajos instintos sexuales de sus clérigos. Una insinuación homosexual a un niño, ya es un delito. Una violación a un niño es un crimen de lesa humanidad. La iglesia no puede pretender equivocar conceptos bajo el humo de los inciensos ni del poder que inspira la sotana en algunos círculos desprovistos de criterio. La Iglesia católica está confrontada a mirar la crisis de credibilidad en la que está inmersa después de siglos de poder indiscutible y casi planetario, por abusos que no solo rayan en la obsesión político-religiosa de la Inquisición, sino también en la “incontenible” fuerza de sus bajos instintos sexuales.

 

En este contexto, la renuncia obligada de 34 obispos chilenos después de reprochables casos de violaciones sexuales a niños y seminaristas; es apenas una señal y, de ninguna manera, la solución  a un problema crítico que enfrenta la Iglesia de Pedro en la tierra. Hasta ahora, los abusos de la Iglesia han pretendido ser resueltos reacomodando a los prelados en sitios escondidos. Al momento, la situación ha rebasado todo límite.

 

El propio papa Francisco ha sido puesto en el brete. El desprecio que recibió Su Santidad hace poco en Chile; cuando llegó a instancias de una curia ya cuestionada y a la que pese a todo pretendió proteger, pidiendo factura de sus fechorías; lo puso en la obligación de revolver el avispero y solicitar la renuncia de los obispos chilenos y ha pedir nuevamente perdón. Sin embargo, frente a semejante realidad, el perdón no basta. Parece un contrasentido, casi un sacrilegio.

 

Por otro lado, tampoco basta con la renuncia de los 34 obispos; los hechos de pederastia tienen que ser juzgados en instancias judiciales ordinarias y públicas, a la brevedad posible. Si esto llegara a ocurrir, probablemente el papa Francisco habrá dado paso no solo a un caso de coherencia de vida y de discurso; sino que habrá posibilitado encarar la mayor crisis de la Iglesia católica de estos últimos tiempos.

 

FUENTE: EL DÍA 

AUTORA: VESNA MARINKOVIC 

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