Los dictadores son un contagio social. La gente que los observa dando órdenes siniestras y acaloradas; termina pensando, la mayor parte del tiempo, que son un modelo de vida que hay que imitar; sobre todo porque tienen muchos súbditos incondicionales que hacen lo que ellos ordenan, en calidad de eunucos. Estas figuras tienen, como parte imprescindible de su personalidad, un tufillo a poder que termina mareando casi a todos los mortales. Un tufillo que los incita pero, al mismo tiempo, los atropella y los subordina.

A los dictadores les gusta regir la vida de sus súbditos vía el sometimiento. De esta forma establecen el mágico círculo vicioso entre el que domina y el dominado en forma asimétrica, inclaudicable, irracional y siempre violenta. ¿Complejos entre medio? Seguro que sí, traumas probablemente que se esconden tras fachadas de distinto tipo, pero, generalmente son fachadas rígidas. La carrera de los dictadores es permanente, recurrentemente obsesiva. La meta es ejercer el poder que detentan de todas formas y “per secula seculorum”.

“Ante Dios y el mundo, el más fuerte tiene el derecho de hacer prevalecer su voluntad”,  dijo el dictador más abominable del siglo XX, Adolf Hitler, y dio paso a la II Guerra Mundial. Él estaba absolutamente convencido de que "con humanidad y democracia nunca han sido liberados los pueblos", y entonces hizo del totalitarismo su razón de vida.

La obsesión por mantener el poder es el rasgo que caracteriza a todos los dictadores del mundo; los iguala, los agranda, pero, generalmente, esa obsesión es también la fuerza que los desintegra y los arroja al sitio de los simples mortales: vencidos, grotescamente degradados y arrollados por su propia angurria de poder.

No importa si el dictador en cuestión es el enamorado, un pariente, un amigo o un líder político; en todos los casos, el fin último de ellos es transmitir su poder y desplegarlo frenéticamente.

¿Cómo lo hacen? Moldeando, paso a paso la conducta de sus súbditos. Sin embargo, su método preferido es conseguir sus propósitos lo más rápido posible mediante las armas o decretos supremos. Lo hacen en nombre de un orden, cualquiera que este se les ocurra y les sea útil para sus fines. Y se miran mesiánicos, y para mantener ese orden; que los hace imaginarse inconmensurables; entonces “guían”, “recomiendan” y, cuando se sienten vulnerados; gritan, agreden, asesinan y gobiernan por la fuerza.

En este mundo todavía de hombres, los dictadores “políticamente relevantes” han sido todos hombres. ¿Se fijaron? Las “mujeres dictadoras” no han accedido aun al foro público mundial, pero por supuesto que existen; invisibilizadas detrás de gruesas capas de maquillaje o detrás del último “amén” del rosario en las iglesias, se neutralizan cerrando los ojos y haciendo lo suyo; en privado.

Los dictadores se esmeran, además, por potenciar su tradición de machos insuperables, sexualmente imparables y estúpidamente apetecibles. Por supuesto que en esta ruta no aceptan ningún tipo de insubordinación: les resulta letal y, entonces, actúan solamente como ratificación brutal de sus instintos. La meta es ejercer el poder y, simultáneamente, hacerlo imperecedero. En esa ruta; todo vale en todo tiempo y lugar.

El poder, por tanto, y como decía Foucault, invade todas las relaciones sociales. Como toda fuerza invasiva termina venciendo y deteriorando al objeto de su sometimiento; lo mismo que el agua hace con todo lo que toca por demasiado tiempo, después de su posesión impetuosa: avasalla, sutil aunque de manera inclemente, y su fuerza termina horadando la piedra, el metal, la madera. Pero el agua es un poder líquido; hay otros poderes tangibles; desastrosamente físicos que, a diferencia del agua, se desgastan en el proceso y se corroen a sí mismos. Son cosas del poder, ¿verdad?

 

FUENTE: EL DÍA

AUTORA: VESNA MARINKOVIC

You have no rights to post comments