A finales del siglo XX graficábamos, con cierto énfasis, el derrumbe de la modernidad. Sus planteamientos, que hablaban de lograr mayor equidad y desarrollo equitativo a nivel global, se habían ido diluyendo, generando una decepción generalizada que recibió el nombre de postmodernidad; una condición o una forma de pensar donde los grandes planteamientos y relatos de la modernidad habían perdido credibilidad, provocando “un sentir sin utopías”.


De manera que, como dice Fernando Vásquez Rodríguez, en su texto  “Las premisas de Frankenstein”, la postmodernidad nace de un cansancio, de una angustia, frente a los sueños frustrados de la modernidad, donde las utopías sociales terminaron en campos de concentración o en holocaustos nucleares, y donde la democracia o la justicia, formuladas a partir de la razón del Estado, tampoco fueron posibles.

“Angustias porque ni la religión, ni la historia, ni la moral pudieron dar respuesta definitiva a aquello que anunciaban o proponían: porque ningún sistema filosófico pudo mantenerse en pie (...) las transgresiones se convirtieron en costumbre”, dice destacando la angustia del hombre frente al avance desmesurado de la tecnología, la informatización y la robótica.

Hoy, en un espacio de plena postmodernidad, asistimos a un mundo donde todo es mucho más rápido aun en función del desarrollo galopante de la tecnología  y da la impresión de que muchos de nosotros somos el “ser voyeur”, aludido por Vásquez cuando habla de aquellos postmodernos que se complacen solamente en mirar cómo desfila el mundo ante sus ojos, pero no participa, no se contamina.

Y lo que vemos ahora pasar frente a nosotros no es solo ficción de la tecnología en los medios; en muchos casos es una “real ficción” pues estamos viviendo el paradigma de Dédalo, donde ocurren ya muchas biofantasías hechas realidad y vamos transitando del ciberfantasma al posthumano; un ser sin cerebro, para muchos físicamente mermado, muerto de verdad pero con vida, que no deja de revolucionar todo lo que hasta ahora hemos conocido como real vs ficción. 

Pienso que en esta nueva etapa industrial, marcada por la convergencia de tecnologías digitales, físicas y biológicas, anticipando un mundo que parece virtual pero que ya es real, hay que mantener los ojos y la mente bien abiertos, y no vale la pena ser indiferentes;  sobre todo si aceptamos que lo que está sucediendo elevará los niveles de ingreso globales y mejorara la calidad de vida de poblaciones enteras, bajo un nuevo paradigma tecnológico, como califica Klaus Schwab, autor del concepto “cuarta revolución industrial”, y fundador del Foro Económico Mundial de Davos.

Ergo, la tecnología es el nuevo Dios o el nuevo relato. Sin embargo, ojalá que no nos pase lo que ocurrió con las utopías de la modernidad que perdieron credibilidad no solo por lo heterogéneo de su llegada, sino porque definitivamente nunca llegaron a ser realidad en muchos lugares del planeta. Hoy ya hablamos de la cuarta revolución industrial pero también es cierto que en muchos países aun no se ha superado la fase de la primera revolución industrial.

Un nuevo quiebre de utopías podría desencadenar algo más que un cansancio frente a su desgaste y fracaso, mientras quienes se beneficien de estos adelantos sean solamente aquellos capaces de innovar y adaptarse; lo que marca un antes y un después en la concepción político-ideológica de los Estados postmodernos. Sería bueno conversarlo, ¿verdad? Una cuota de diálogo perverso, en medio de visiones descuartizadas, por ahí cobra sentido y permite posicionar el lugar del paradigma de Dédalo en su justa dimensión.

FUENTE: EL DÍA 
AUTORA: VESNA MARINKOVIC 


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