Se ha dado cuenta que cuando usted goza de algún tipo de poder de manera permanente o eventual, tiene mucha gente a su alrededor? Lo contrario ocurre cuando usted, eventual o accidentalmente, ha perdido ese poder. Ese poder que es, básicamente, influencia (Wilhelmy von Wolf, 1968:8) sobre el otro y/o los otros, está presente en toda relación humana desde que anochece hasta que amanece; desde que vamos al mercado y negociamos un precio más bajo y pagamos menos por lo que acabamos de comprar.

Pero hoy no voy a hablar de ese tipo de poder que tiene que ver, incluso, con el poder que yo puedo tener en una relación sentimental o simplemente no tenerlo porque él que lo disfruta es mi pareja, en detrimento mío. Ni siquiera voy a hablar de aquella situación de poder que hace que me utilicen aquellos que quieren medrar de los espacios de poder en los que yo, circunstancialmente, me muevo y detento cierto dominio. Es decir, no hablaré de los utilitarios que te muestran una sonrisa plena cuando te necesitan y que fácilmente prescinden de ti con una simple frase: “nos vemos querida”, cuando ya no requieren de ti, ni para ascender ni para visibilizarse.

Hoy quiero hablar del poder político, ese que es objeto de la ciencia política en tanto deriva de autoridad establecida, en la medida que está en relación con el interés público-lo conveniente a la ciudad, al Estado, a las acciones que repercuten en el conjunto o en la mayoría de la población-y se impone dentro de territorios geográficamente delimitados (Weber), en función a una sanción y/o a la aplicación de la fuerza. En otras palabras, quiero hablar del poder que transcurre en el ámbito público; de aquel que atinge a los intereses del Estado y que nos compete a todos a partir de hechos de interés colectivo y que también es parte de un juego de premios y castigos, como el que hoy observamos a partir del conflicto minero: una reyerta de poder que probablemente tiene mucho que ver con lo que la concepción marxista etiquetaba como “la funcionalidad económica del poder”. Es decir, de un poder que tendría en la economía su razón de ser fundamental (Foucoult), aunque también es probable que, en el caso que nos ocupa, estemos hablando de un poder en lucha por el poder, en sí mismo.

En cualquiera de estos dos casos, estamos frente a la idea propuesta por Foucoult de que el poder todo lo envuelve, lo mimetiza, lo reduce, hasta la propia ciencia, convirtiéndose en una especie de paradigma que todo lo engulle y que se encarga de tender un manto para silenciar los saberes que no interesan que se coloquen en la vanguardia o abran paso para que se establezcan y consoliden como conocimiento científico y universal (Ávila).

Por el momento, esta reyerta de poder que ya ha cobrado varios muertos como parte de una dinámica de premios y castigos, sin dueño aparente; nos exige, como decía Foucoult, determinar cuáles son sus mecanismos, sus implicaciones, sus relaciones, los distintos dispositivos que han confluido para tener, ahora, unas fuerzas productivas defenestradas, como en efecto son los mineros cooperativizados; neutralizados de todo poder, después de un “castigo ejemplar”.

No pretendo revelar en este pequeño espacio los bastimentos ideológicos que usualmente acompañan al uso del poder político pese a que estoy poniendo en la mesa de análisis temas espinudos como son, en principio, el propio poder, que transversaliza nuestras relaciones sociales públicas y privadas; y, después, la sutileza política, más allá de la simple fuerza policial y minera. Solamente busco hablar de la fortaleza del poder del Estado como un “artificio”, munido de sagaces técnicas y estrategias que pueden resultar altamente exitosas para “instaurar un Estado estable”,  parafraseando a Maquiavelo; o de que esta misma fortaleza termine atomizada por el impulso apabullante de mantener, a como dé lugar, el poder y la ilusión de que estamos armoniosamente acompañados porque somos insuperablemente ingeniosos. No sobrepasar esta “delgada línea roja” parece ser el desafío.

FUENTE: EL DIA

AUTORA: VESNA MARINKOVIC