No hay duda de que estamos en medio de una crisis que es integral: financiera, climática, energética, alimentaria y también institucional, cultural y por supuesto ética, pues nos mantenemos inalterables frente a los quiebres entre lo que decimos y hacemos; y seguimos orondos hablando de la crisis, como si se tratara de una caricatura y no de una realidad que nos agobia y a la que debemos enfrentarla, no solo con utopías, sino con acciones que constituyan una alteridad a esa situación de crisis.

La crisis del cambio climático es la más reciente crisis a la que se enfrenta el hombre, luego de un orden colectivo amigo de la deforestación, del consumo enloquecido de recursos naturales, de la generación de energía en base a combustibles fósiles que contaminan el ambiente pero que dan comodidad y seguridad energética y que, sin embargo, no abastecen al gran ejército de hombres y mujeres que habitamos el planeta tierra, en busca de energía.

El panorama cuestiona un modelo de sociedad, con sus propios hábitos de hacer y pensar; interpelando incluso sus propios modelos de revolución que no han podido redimir esta crisis  y ahí estamos sin poder encontrar aun el tipo de orden ¿colectivo? que debemos propiciar para enfrentar esta crisis que ha puesto en suspenso la propia permanencia de la vida.

La reciente Declaración de la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre Cambio Climático y Defensa de la vida, emitida en Cochabamba, este mes de octubre, reabre el escenario de conjeturas sobre la necesidad de consensuar posturas para preservar la vida y contra el cambio climático; como una respuesta precisamente a los modelos de sociedad que hasta ahora nos han estructurado.  La crítica al extractivismo ha transversalizado los discursos y, sin embargo, el modelo actual de desarrollo no ha encontrado aún la forma de prescindir de él.

La ruta para hallar un equilibrio entre lo que supone la vida del hombre sobre la tierra; con la comodidad que le ofrece la energía y la tecnología, no parece ser algo simple de resolver más allá de planteamientos que suponen un ejercicio para “fortalecer la relación armónica, metabólica, en pro del equilibrio entre los seres humanos y la biodiversidad contenidos en la Madre Tierra para generar, proteger y acrecentar todas las formas de vida”.

Las responsabilidades históricas entre los países que han monopolizado el actual modelo de desarrollo y la inacción y/o la ineficacia de los países periféricos, suenan más como un dato antes que como una acción dirigida a avanzar en una idea de orden deseable que permita una direccionalidad más sustentable, a favor del destino de la vida en el planeta tierra.

Pese a la mayor difusión sobre la crisis climática, el orden deseado no parece tener muchas perspectivas frente a un orden construido desde hace mucho tiempo desde una óptica poco considerada con la naturaleza y el uso de sus recursos como son el carbón, el petróleo, el gas y el agua y que hoy nos altera nuestra propia visión de futuro y nos exige inventivas nuevas, recurrentes y sobre todo obstinadas para no perdernos en el intento o sucumbir después de un largo insomnio que nos viene hablando de las consecuencias del cambio climático.

Por tanto y pese a este personal pesimismo existencial frente a las cumbres, ojalá que la nueva cumbre climática en París; más allá de favorecer la reflexión, nos permita desarrollar nuestro potencial de transcender los simples mecanismos discursivos para sacudirnos del sosiego de la inacción y construir una política crítica, propositiva, frente a esta situación de crisis climática que no solo está en el aire sino que es parte de nuestro presente y de nuestro futuro. Espero que estas mis subjetividades, querido lector (a), tengan algo que ver con las suyas, de lo contrario, no tendrían sentido...

FUENTE: EL DÍA

AUTORA: VESNA MARINKOVIC